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La primera vez que jugué ajedrez Neoclásico fue en un hotel de Granada: una variante Winawer de la francesa con negras. A todos los aficionados nos resulta familiar el “¿cómo se jugaba esto?” o “¿qué había que hacer aquí?”, como el alumno que rebusca en la memoria la respuesta buena del examen con la desazón de no acordarse. Yo empecé a jugar al ajedrez de niño y lo dejé cuando entré en la Universidad. Luego volví y lo dejé y otra vez volví hace un par de años. Más o menos, toda la vida jugando al ajedrez y nunca había jugado una variante Winawer con negras hasta la primera vez que jugué ajedrez Neoclásico en un hotel de Granada.

Lo bueno es que no teníamos nada que recordar, porque yo nunca he jugado la Winawer con negras y mi contrincante tampoco con blancas. Así que, nada más estaban las piezas sobre el tablero sin variantes aprendidas y olvidadas. Las piezas (en palabras de Borges) sobre lo negro y blanco del camino: torre directa, ligero caballo, encarnizada reina, oblicuo alfil y peones agresores. Y parece que sabía sin saberlo, suficiente ajedrez, después de todo, para ganar la partida. Sí. Gané (aunque pude perder) y no voy a decir que eso no importa, porque todos sabemos que sí importa. Pero sobre todo, tuve la sensación muy agradable de estar jugando al ajedrez desde el primer movimiento (el cuarto), sin otra preocupación que el tablero, las piezas y “en su grave rincón, los jugadores”: Solo ajedrez.

Jaime Fernández de Bobadilla